Eiren Percibal L

Una pequeña fumarola resaltaba en medio de un bosque conífero. Una cabaña se encontraba oculta entre toda la vegetación. En el interior, que era de aspecto pobre, sobrio o minimalista si así se prefiere, Elley Petrov esperaba frente al fuego de la chimenea a un equipo del GRU. El ex Polkovnik de raíces yakutas regresó a la tierra natal de sus padres, cansado de la guerra; sin embargo, no hay hombre que regrese del campo de batalla sin perder algo de sí. Elley, en su caso, vio morir a su hermano al salvar a un pelotón de una explosión, escuchó los lamentos de los camaradas alcanzados por el abrasivo fuego de los lanzallamas, vio como un francotirador aniquilaba a civiles. Esas marcas del pasado, tan ardientes y vivas por ser relativamente recientes, afloraron al prestar atención al crepitar de la leña.

Al sumirse en tales ideas, ignoraba que desde hacía 8 minutos un puño golpeaba furiosamente su puerta, seguido de una súplica. «¡Tovarich Polkovnik Petrov, tovarich Polkovnik Petrov, ábranos, por favor! La tovarich Varvara ya tiene las manos moradas». Elley se recuperó de sus ensoñaciones por fuerzas desconocidas, y se apresuró a dejar pasar a sus invitados.

Para su sorpresa, solamente eran dos personas. El hombre se presentó como Yuri Dmitrov. Yuri era la viva representación del estereotipo de adulto moscovita de 30 años: alto, rubio, de piel blanca y ojos de un azúl marino casi hipnóticos. La atención de Elley pasó a la mujer, que buscaba recuperar la sensibilidad de las manos a base de fricción; notando esto, le dio una bolsa con agua caliente y le cedió su lugar frente a la hoguera. Cuando se recuperó del frío, se presentó como Varvara Semyonova. A diferencia de Yuri, Varvara no era muy alta, tenía cabello castaño y sus ojos verdes eran ligeramente más grandes; además, no pasaba de los 25.

—Entonces, ¿ustedes son todo lo que mandó el GRU? Sé que ustedes son del relativamente nuevo departamento, ¿pero tan escasos de personal están? No vamos a llegar a mucho solo nosotros, más considerando que ustedes no soportan este frío.

—En nuestra defensa, tovarich Polkovnik Petrov… —comenzó a decir Varvara.

—Elley —corrigió—. Yo me retiré del ejército hace tiempo.

—Entendido. En nuestra defensa, y como bien sabe, Elley, la temperatura en Yakutia ha disminuido drásticamente, pero lo que pasa en Yakutsk es totalmente…

—Inexplicable —terminó de añadir Yuri.

—Los que nacen y crecen del otro lado de los Urales poco saben sobre el verdadero invierno, el invierno siberio. Pero bueno, no soy quién para convencerlos de esto. El Sovmin y el GRU poco saben sobre lo que pasó. Mi Vertushka ni siquiera funciona. Si ustedes creen que aquí hace frío, mejor den la media vuelta, porque si nos adentramos a Yakutsk a investigar, puede que no lo resistan.

—¿Tiene un Vertushka? —exclamó Varvara—. Mis disculpas, es solo que ahora puedo dimensionar la importancia de su posición.

—Tovarich Varvara, creo que se está desviando del tema. Elley, venimos preparados. Nos dieron equipo que podría ser útil. Nos dijeron que lo usáramos una vez nos adentrásemos en la ciudad; espero que eso resuelva su duda.

En el rostro de Elley se había dibujado una mueca de incredulidad al pensar que la chica casi perdía la mano por una tontería como no haber usado ese equipo, pero la explicación resultaba clarificadora. De su mochila, Yuri comenzó a sacar objetos extraños para el ex Polkovnik. La primera fue una esfera perfecta en forma y textura a la cual llamó como «Fogata»; otra era una especie de capa hecha de piel, «Marta»; unos guantes cubiertos de gel, «Manitas». Entonces Dmitrov comenzó a explicar:

—Comprendo que esto pueda resultar común o poco útil, pero lo cierto es que lo que son es más de lo que puede ver, Elley. Cada cosa que tengo aquí tiene propiedades especiales. Lo único que debe saber es que los llamamos Objetos de Especial Interés, y que los empleamos o resguardamos según se amerite.

—Debemos partir ahora o se hará de noche antes de poder salir de la ciudad —indicó Varvara.

Así, comenzaron a realizar los preparativos. El hijo de yakutos comenzó a empacar pieles, ollas, café, una latas con conservas indistinguibles, una botella de vodka y su Tokarev. Para aquel hombre, curtido en la salvaje taiga, solo aquello era esencial, además de la ropa gruesa que portaba. Cuando todo estuvo listo, fue a la chimenea para agregar unos troncos. La madera ardía y nuevamente comenzó a recordar. Esta vez, recordó a sus papás. Le trajo recuerdos de cuando los ayudaba a tratar las pieles y las tundas que le propiciaban cuando dejaba las pieles sin supervisión y estas se congelaban. Se le escapó una sonrisa. «Señor», interrumpió Yuri, posando su mano sobre el hombro del nostálgico, despertándolo de su ensoñación.


Caminaban, dejando un surco por la gruesa capa de nieve. El paisaje blanquecino provocaría quemaduras por el reflejo del Sol cual desierto de Oriente Medio, si no fuera porque sus abrigos los protegían. Los moscovitas solo hablaban entre ellos, mientras que Elley tomaba la delantera Tokarev en mano, trazando el camino, concentrado en sus alrededores. Más allá del cuchicheo de los otros dos, Petrov solo escuchaba el suave silbido del viento y el roce entre ramas. Aun así, nunca bajó la guardia. Semyonova decidió romper el silencio.

—Disculpe, Elley. ¿Por qué trajo su TT-33? ¿Hay algo de lo que deberíamos preocuparnos? Dudo que los animales más sensatos se hayan quedado en los alrededores de Yakutsk. —Guardó silencio un momento, dudando de si lo que dijo había sido prudente—. No me lo tome a mal, es bueno ser precavido. Ahora que lo pienso, ¿cómo es que tiene balas?

—¡Agh, qué molesta es usted, señorita! ¿Es que no ha salido de Moscú? ¿No le desarrollaron el sentido común en sus escuelas de alto nivel?

Semyonova iba a aclarar que ella provenía de Leningrado; se detuvo, dándose cuenta de que eso sería una pésima idea. Pese a todo, no se sintió ofendida, pero sí apenada. Entendió lo diferente que es la vida siberiana con tan pocas palabras. Un golpe de realidad. Yuri le dio una palmada en la espalda a modo de consuelo. Varvara pidió disculpas por las preguntas, intentando continuar con la conversación. Elley, más calmado, y dándose cuenta de que se había sobrepasado, explicó su pensar. «Chuchuna», ese era el nombre de lo que debían temer. Sus padres y abuelos le habían contado historias sobre esa criatura. Pese a que pareciese humano, pese a que tuviera rastros de inteligencia, el Chuchuna había erradicado comunidades enteras de cazadores peleteros. Desde que regresó a Yakutsk, y aunque también se puede atribuir esta costumbre a las rutinas en la Guerra, Petrov siempre salía con arma en mano aún si solo iba a recoger la leña apilada fuera de su cabaña.

Los dos compañeros, Yura y Varya, cual si fueran niños, escuchaban atentamente. No estaban sorprendidos, pero era fascinante conocer la mitología de la cultura del ex Polkovnik. Pero ¿lo creían verdaderamente? En los cinco años que llevaban trabajando, resultaba complicado discriminar si algo era parte del imaginario colectivo o si verdaderamente existía. No, no por lo fantasiosas de las historias, sino porque, en ocasiones, se cumplía; la inconsistencia hacía que su inclinación sobre creer o no fuera y viniera.

—Las balas las tengo almacenadas desde que salí del Ejército. No me he visto en la necesidad de usarlas, así que no me he quedado corto. Pero ahora díganme, ¿qué interés tiene el Vozhd en saber lo que pasa en Yakutsk? No somos un punto estratégico ni vital si es que quiere involucrarse en otra guerra.

Yuri contestó, esta vez considerando que no era necesario recortar información, a forma de preparación para lo que pudiera suceder una vez entren en la ciudad.

—El GRU considera que, sea lo que sea que pase ahí, puede comenzar a propagarse a las demás zonas. Desde que se detectó ese descenso, en el Kremlin han estado nerviosos sobre las afectaciones que puedan producirse en estos tiempos de posguerra. Y si hila un poco las cosas, podrá darse cuenta de que no es algo que se pueda resolver con métodos comunes.

Los árboles fueron desapareciendo gradualmente, dando paso a la capital de la RASSY. Las casas vestían de blanco, pero dejando al descubierto parches del color del alerce; algunas iglesias se distinguían en tamaño y porque, contrario a lo que cabría esperar, casi no estaban cubiertas por nieve. Para su sorpresa, no estaban las nubes características de una tormenta. Aún en su ausencia, el frío calaba hondo en los huesos. Varvara y Yuri temblaban espasmódicamente, intentando recuperar algo de calor; mientras, Elley permanecía inmutable ante el inclemente tiempo. Sin más remedio, tuvieron que detenerse un momento. De la mochila, sacaron la manta que habían llamado Marta, y se envolvieron ambos.

—¿Exactamente qué buscamos? No veo nada que pueda ayudarlos a resolver lo que sea que haya pasado. Todavía estamos algo retirados de la casa más cercana; entonces, piensen en qué preguntarle a mi gente.

—Estamos a ciegas. O bueno, no del todo. Se supone que debía haber una tormenta dada las diferencias de presión registradas; pero ya ve. Podríamos preguntar a los locales si han notado algo raro últimamente —le respondió Varvara, contrariada por lo que sucedía.

—Si se acercan y preguntan eso, les responderán que ustedes son lo único fuera de lo normal.

—Le entiendo. Entonces preguntemos si han visto tormentas cerca —alcanzó a decir Yuri, quien se interrumpió—. ¡Eh, miren! Ya casi llegamos.

La casa a la que se aproximaban no era muy grande. Era similar a la de Petrov. Los ánimos se levantaron momentáneamente hasta que, al prestar más atención, Elley se dio cuenta de que el humo gris oscuro que salía de la chimenea era denso en exceso y se elevaba rápidamente. Eso era señal de que se estaba acabando la llama. Se adelantó para mirar a través de la ventana. Dirigió su mirada a las demás casas. De todas salía el mismo humo, a excepción de la iglesia cercana.

—Vayamos a aquella iglesia. Olvidé que hoy es Navidad.

—Pero hoy es 1 de febrero en el gregoriano. ¿Hay algo que esté pasando?

Comenzaron a exigir una respuesta, por lo que Elley se hizo a un lado a regañadientes, permitiéndoles ver lo que había al otro lado. No dijeron nada después de eso y lo siguieron.

La distancia que debían recorrer era de unos 300 metros, con el inconveniente de atravesar un lago congelado. Fueron avanzando lentamente, intentando mantener el equilibrio, tentando la firmeza del hielo. Para Petrov, esto representaba una mínima esperanza de no estar solo, de no ser el último de los suyos en la ciudad. Involuntariamente, se percibió más ligero, por lo que comenzó a avanzar velozmente, descuidando a sus acompañantes.

Cuando estaba a unos pasos del edificio, se volvió al escuchar un estruendo y el grito de Varvara. La pierna de Yuri estaba sumergida en las heladas aguas. Luchaba, pero por cada esfuerzo que hacía, el hielo debajo de ambos se comenzaba a quebrar cada vez más. La ligereza de Elley se convirtió en desesperación, combustible para acortar los metros que les separaban. Al llegar, le tendió la mano a la chica para sacarla de la situación. Temblaba de miedo, sentimiento más potente que el mismo frío. A Dmitrov lo levantó como pudo y, por un momento, su corazón dejó de latir al sentir que el hielo se partía debajo de sí.

Arrastrando con sus fuerzas, llevó al chico a la orilla. Varvara, quien tomó la Marta por nervios, lo envolvió. Yuri, recuperado de la dosis de adrenalina, comenzó a gritar al sentir que su pierna ya no respondía, al sentir que los vasos sanguíneos se convertían en pequeños cristales que desgarraban su piel. Sus esfuerzos fueron tan grandes que se desmayó.

El cielo comenzó a oscurecerse repentinamente. La tormenta había llegado. No podían volver sobre sus pasos ahora que el hielo estaba frágil; rodear el lago sería quedarse expuestos. Debían avanzar. Elley tenía que pagarles a ambos; a Yuri sobre todo. La misión fue un fracaso; ahora solo debía hacer que ambos chicos regresaran a casa, que vivieran tan siquiera un día más. El yakuto tenía que volver a ser Polkovnik, aunque sea una última vez.


Petrov llevaba a rastras a Dmitrov envuelto en la Marta. Detrás, Semyonova cargaba con la mochila de su compañero. Ya no había otro color en Yakutsk que no fuera el blanco. El humo de las chimeneas había desaparecido. El viento golpeaba ferozmente y la nieve no daba respiro. Con las extremidades paralizadas y los párpados pesados por el hielo, avanzaban tan rápido como podían. Era una carrera contra el tiempo antes de que eso, sea lo que fuere, los alcanzara.

A la distancia, oculta entre toneladas de nieve, Varvara apreció una escotilla con volante rojo. Elley decidió encargarle más cosas a Varvara y se llevó Yuri en su espalda. Rápidamente acortaron la distancia dando las zancadas más grandes que pudieron. Varvara se colocó ágilmente los Manitas y comenzó a girar el volante.

Detrás de sí, la mujer de Leningrado cerró la pesada puerta. La luz amarilla de las lámparas daba a las paredes grises y frías un toque verdoso. Se aspiraba la humedad en el ambiente. El yakuto dejó a Yuri en la entrada al cuidado de Varvara. Sacó su arma reglamentaria y comenzó a revisar cada habitación. Vacía. Vacía. Vacía. Más allá de algunos muebles, en las habitaciones no había rastro de nada ni nadie. Entró a la siguiente y encontró a una familia que estaba recostada alrededor de un calefactor de leña. Comenzó a hacer sonidos con su voz, pero no recibió respuesta; entonces se acercó a quien asumió era el padre y lo agitó del hombro. No despertó, no se resistió instintivamente. Todos yacían inertes. Cuidadosamente cargó los cuerpos sobre colchones.

«¿Está todo bien?», se limitó a preguntar Varvara, quien intentaba desesperadamente tratar la pierna de su tovarich. Jadeando, Elley le dijo que llevara a Yuri a la primera habitación y lo recostara sobre un sillón que había. Estaba cansado pues había colocado a los cuatro miembros de la familia juntos. Cargó los colchones a la enfermería provisional y movieron al convaleciente. Luego, arrastró el calefactor afuera de la habitación y le pidió a la chica que lo ayudara. Para finalizar con toda la movilización, tomó algunos trapos que encontró, los empapó con algo de agua envasada, y los puso en el escape del calefactor. Encendió la leña y, agotado, se tumbó en su cama.

—¿Qué cree que podamos hacer con la pierna de Yura? Me preocupa que la gangrena se vaya a extender.

—No podemos hacer nada. Si le amputamos la pierna, la gangrena va a ser lo último de lo que se tendrá que preocupar usted, señorita. Lo primero que debemos hacer es esperar a que recupere la consciencia. Ahora, enfóquese en pensar qué podemos hacer para salir. Lo que sea que haya sido aquello, sabe que estamos aquí adentro, y dudo que nos vaya a dejar salir campantes.

—Incluso si esperamos a que venga otro equipo, no podríamos hacerles saber que estamos aquí —dijo Yuri, incorporándose lentamente.

En un intento de recuperar cierto respeto, se sentó, pese a la implacable fiebre que comenzó a atacarle. Con la poca agua que había sobrado del vaso, Elley empapó otro paño y lo colocó sobre la frente de Yuri. Luego, sacó las conservas y el vodka, y las colocó sobre una mesa. Lo poco que trajo, más lo que encontró en una caja escondida, eran lo único que tenían de provisiones.

Sobre los hombros del ex Polkovnik se añadía una nueva carga. Ahora alguien a quien debía supervisar y proteger perdería la pierna por un instinto infantil. Quiso controlar lo que no le correspondía, descuidando su obligación con quienes dependían de él. Solo tenía de alivio que Yuri había despertado. ¿Era verdaderamente un alivio? Elley ya no sabía que sentir, pues viese como lo viese, cualquier intento de consuelo era egoísta y desconsiderado.

Solo les quedaba matar el tiempo y esperar el mejor desenlace.


—Es entonces que la hermana de Yura nos presentó. Pasaron los años y se dio la coincidencia de que ambos terminamos en la misma división —terminó de narrar Varvara.

—Considero a Varya mi hermanita. Después de la Guerra Patria, me ayudó a recuperarme después de que mi hermana y mi mamá fallecieron. —Una pequeña lágrima se le escapó—. Pero ya hemos hablado bastante de nosotros. ¿Usted tiene a alguien a quien ama?

En la cara de Elley regresó el toque amargado y triste que tenía antes de conocerlos. Extrañaba la compañía de otras personas, pero desde que regresó, ya no tenía a nadie. Su disfraz de militar impasible se había roto. En su recuerdo, había una mujer que conoció en Kalinin. «Elizaveta», se le escapó. Los amigos se disculparon profundamente al ver que las facciones del hombre se iban destrozando por un dolor interno. Decidió ponerse de pie, tomar el vodka y dar una vuelta en el pequeño búnker.

—¿Ves lo que hiciste? Siendo Polkovnik, no creo que todo haya sido como dar un paseo por el jardín botánico de la Universidad. Debiste pensar más antes de preguntar eso, dur.

Elley regresó al cuarto donde estaba la familiar. Se sentó en el suelo y los miró con detenimiento. Ellos habían muerto juntos, con amor y sin dolor; ¿qué le quedaba a él? No estuvo para despedir a sus padres y de su hermano no quedó nada que despedir. Vivía, ¿pero para qué? Se dio un golpecito en la nuca, levantó la botella y dijo en voz baja:

—Beberé por ustedes, pobres desgraciados, pues me recuerdan a mi familia. ¡Qué vivan con amor si existe algo después de esta vida! Su muerte es algo que no todos pueden tener, así que ¡regocíjense!

Le dio trago largo al insaboro, pero ligeramente dulce, líquido. Las penas no se olvidan con alcohol, pero puedes ignorarlas por un momento. Así, decidió tenderse en el suelo. Entre sollozo y sollozo, recordaba a Elizaveta, lo que le aliviaba temporalmente. En ese estado, él tenía la certeza de que también había muerto. Se comenzó a sumir en un sentimiento de soledad tan profundo que cayó dormido.

Mientras tanto, la electricidad había comenzado a fallar. El techo y las paredes se volvían más frías, lenta, pero constantemente. Ese ligero cambio era apenas perceptible, hasta que llegó el punto en el que, en sueños, el desconsolado sintió que su cara se fundía con el piso. Entonces despertó. Tambaleándose, fue con los dos amigos. Con voz nerviosa y gesticulación pesada, les habló. No respondieron al instante, por lo que cayó derrotado, sin esperanzas; el llanto ahogado, sin embargo, los había despertado. Los apuró y, en pocos minutos, ya estaban listos. Yuri, apoyado en Varvara, se puso de pie. El olor a podredumbre se presentó a la nariz groseramente, provocando que Petrov casi vomitara. Haciendo acopio de sus esfuerzos, fueron a la puerta. Si iban a morir, preferían hacerlo habiendo intentado escapar.

Varvara, pese a sus esfuerzos, no consiguió abrir la escotilla. Al quitarse los guantes, sus manos estaban moradas. Apenas si la había agarrado. Sacó de la mochila el último haz que tenían. Colocó la Fogata cerca del volante, a lo que, casi al instante, unas gotas de agua comenzaron a escurrir. Nuevamente se colocó los guantes y, en esta ocasión, la puerta cedió. Yuri abrazó a los otros dos, cubriéndolos con la Marta. Así, comenzaron a avanzar en contra del Sol, que se ocultaba, provocando, junto con las turbulentas nubes, que la oscuridad fuera comiéndose la visibilidad.

Desafortunadamente, los ebrios no se mantienen de pie después de mucho tiempo; el yakuto no era la excepción. Tropezó cuando comenzaron a acelerar el paso. Todo su cuerpo se hundió en la nieve, sepultándolo. Sus acompañantes intentaron desenterrarlo, pero vieron que entre la tormenta, delineada por una luz sin origen, una sombra antropomórfica se les acercaba. Con todo el pesar de su corazón, dejaron atrás a su guía. Varvara se disculpaba a todo pulmón mientras avanzaba, mirando hacia atrás con la esperanza de que el borracho se pusiera de pie.

Elley no estaba enojado. No podía estarlo. Ni siquiera quiso esforzarse, sea por la ebriedad, sea por la desesperanza que lo llevó a su estado. Aceptó la muerte. Comenzó a sentir que su cuerpo le fallaba. Las agujas comenzaron a punzar a lo largo de cuerpo. Ya no sentía nada. No respiraba. Los pocos segundos de aire que tenía los empleó en pensar en su familia una vez más. Comenzó a agonizar cuando sus pulmones convulsionaron por la falta de oxígeno. Solo pudo mover su mandíbula para decir: «Ya estoy en casa».

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